La pequeña comunidad japonesa en Uruguay se debate entre el legado de sus antepasados y la identidad de la tierra en la que se criaron, pero, ¿es posible vivir entre dos mundos?
Texto: Cecilia Arregui
Fotografía: Sofía Moll
Seiji Tsubota dejó Kobe (Japón) para asentarse en una capital a miles de kilómetros. En aquel lugar abrió un local de artículos importados: Takinami. La ciudad era Montevideo. El barco que lo trajo zarpó en 1908. Tsubota era el primer japonés en el país.
Cuando el local cerró, Tsubota alentó a un empleado –también japonés- a que se dedicara al cultivo de las flores. Desde entonces, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, la pequeña comunidad nipona fue creciendo y asentándose, principalmente en la zona oeste de Montevideo. Muchos han seguido con la tradición floricultora.
Actualmente, la colectividad ronda los 380 integrantes, con segundas e incluso terceras generaciones. Cada vez más, los nissei –o hijos de japoneses- se van alejando de sus raíces: son pocos y están muy dispersos. Han sido criados en medio de dos culturas. Crecer en un país tan alejado y diferente al de sus antepasados hace que les cueste definirse como japoneses. Nacieron en Uruguay, pero ¿se sienten uruguayos?
Mie Sumi: paladar japonés
Mie Sumi prepara sushi para su local según las recetas tradicionales de su mamá.
Sentada en el deck que hay en la esquina de las calles Patria y Figueira, Mie Sumi recuerda su infancia con alegría. Mientras crecía, sus padres le inculcaron la cultura japonesa: el saludo, la cocina y los valores típicos de la tierra de sus ancestros. Por eso, explica, adaptarse a la escuela le costó más que al resto de sus compañeros: sentía el esfuerzo extra que tenía que hacer para entender el idioma. “Hasta el día de hoy me confundo la ‘b’ con la ‘v’ y la ‘c’ con la ‘s’ a la hora de escribir”.
Luego de ganar una beca para estudiar métodos de elaboración de pescados, Sumi llegó a Japón por primera vez en 1991. Lo más impactante para ella fue la cantidad de “japoneses caminando juntos”. Estaba acostumbrada a Uruguay, donde los asiáticos son minoría y es muy difícil cruzarte con un nipón por la calle. Le impresionó ver un país donde todos se veían igual que ella, aunque su modo de vestirse y maquillarse recuerde más a un uruguayo.
Después de esa experiencia regresó a Japón dos veces más, pero a Sumi no le atrajo vivir allí. “No sé si es por la cantidad de gente o por la velocidad de vida a la que están acostumbrados, pero todo es muy estructurado”. En 1993 pasó tres años allí con su esposo –uruguayo- para trabajar y juntar dinero. Nunca se cuestionaron quedarse en Japón. Les gusta la tranquilidad de Uruguay.
Hoy las costumbres de Sumi se asemejan mucho más a las de una occidental. Es evidente desde la hora del desayuno: un café con pan tostado. Un japonés se serviría sopa y un poco de arroz, explica. Ella nunca se pudo definir ni como nipona ni como uruguaya. “Acá me siento mitad japonesa”, se ve en sus rasgos y sus costumbres; “pero cuando estuve en Japón nunca me identifiqué con ellos”.
Keiko Hikichi: el legado familiar
Además de cultivar en su chacra, Keiko Hikichi arma los arreglos florales para el Parque del Recuerdo.
“Me gusta cultivar, vender, arreglar e incluso comprar”. Cuando habla de las flores, a Keiko Hikichi se le nota la pasión. Ella siguió con la tradición familiar y se dedicó a la floricultura. Desde chiquita sintió mucha curiosidad por la cultura japonesa. Muchos de los arreglos florales que hace hoy en día son técnicas que aprendió en su infancia.
Hikichi habló japonés antes que español, pero no recuerda que entrar a la escuela fuese duro. Creció en Colón –barrio donde se asentó gran parte de la colectividad japonesa- y la directora de su colegio era de origen nipón. “Ahora, de grande, me enteré de que muchos de mis compañeros estaban celosos de mí porque mis útiles escolares eran los más lindos y novedosos”. En la cultura japonesa el estudio es una prioridad, y se le suele regalar a los niños cosas que los incentiven académicamente.
Ella intenta respetar los valores japoneses que le trasmitieron sus papás. Para Hikichi, cuidar de los mayores es una obligación: ella lo hace todos los días. “Estaría faltando a la verdad si no fuera así”. Pero lo que más le gusta de esa cultura es la calidez de las personas: “No es que te besen o te toquen, como en Uruguay, pero sí hacen que sea muy fácil relacionarte con ellos”. En su opinión, el trabajo en equipo es mucho más sólido con un nipón, “es una experiencia que todos deberían experimentar”.
Hikichi se sintió profundamente uruguaya cuando la celeste clasificó al mundial. Y se sintió nipona cuando se enteró del tsunami en Fukushima, recolectó dinero y ropa para enviar a Japón. “Yo soy una japonesa que nació en Uruguay. Me gusta definirme como una doble oriental”. Pero tiene claro que Montevideo es el lugar en el que ella quiere pasar el resto de su vida. “Yo no me siento frustrada de no estar en Japón, ni nada de eso. Mi país es Uruguay y eso lo tengo claro”.
El 9 y 10 de noviembre de 2013 se celebró la quinta edición de la feria floral en La Paz. Cerca de esta ciudad se asentaron los primeros japoneses que llegaron a Uruguay para dedicarse a la floricultura. El evento busca promover la cultura nipona y fortalecer los lazos entre esta y la uruguaya a través de muestras de comida, arreglos florales, origami, ceremonia del té, karate y taiko (tambores japoneses).
Yutaka Ohno: “Ni lo uno, ni lo otro”
La comida tradicional japonesa, preparada por su mamá Tatsue, es una de las mayores tentaciones de Yutaka Ohno.
Sentado en la mesa del comedor de su casa en el Buceo, Ohno enumera con entusiasmo los platos tradicionales de la comida japonesa. Mientras tanto, aprovecha la oportunidad para reprocharle a su mamá –sentada junto a él- que hace mucho tiempo no cocina nikujaga. “Es un estofado con carne picada, papa y cebolla que tiene salsa de soja endulzada”, explica. Tiene 27 años, es el menor de tres hermanos y estudia Nutrición.
La última vez que visitó Japón fue “como hace diez años”. A pesar de que tiene “memorias muy agradables y cálidas” del país donde aún vive gran parte de su familia materna, no le gustaría instalarse allí. “He pensado en vivir en el exterior, pero mi experiencia de Japón es la de un mundo muy acelerado, distinto a mis costumbres”. Después de vivir un año en Australia, Ohno afirma que le gustaría volver. Que Australia sea un país fundado por inmigrantes, le hace sentir como uno más: “No es como otros sitios en los que capaz hay un poco más de xenofobia”.
A Ohno parece preocuparle el tema de la discriminación, el verse diferente al resto de la gente que lo rodea. Pero nunca ha tenido malas experiencias en Uruguay más allá de “la típica de los avivados que te gritan ‘chino’ o ‘chin chun chan’ por la calle”.
En su grupo de amigos, todos son uruguayos. “Si bien me veo un poco distinto, me he integrado bien con la gente de acá”. Dice que nunca tuvo la necesidad de ponerse en contacto con otros japoneses, tal vez por eso su vínculo con la comunidad nipona en Uruguay es casi nulo.
A pesar de que en su casa se le inculcó siempre la cultura japonesa, Ohno se ríe cuando comenta que en sus viajes a Japón le costó acordarse de algunas costumbres. Cuando saluda a sus primos se inclina para darles un beso y de repente recuerda que allí hay que hacer una reverencia. En Uruguay, en cambio, él tiene los códigos culturales clarísimos: “Es imposible que acá le erre a alguna cosa así”.
Pero eso no quiere decir que sea uruguayo, él siente que nunca fue “ni lo uno, ni lo otro”. De costumbres rioplatenses, pero con rasgos y valores nipones. “Soy un híbrido, una fusión de culturas”. Y no hay mayor reflejo de ello que su nombre completo: Andrés Yutaka Ohno.
Emi Abe: calidez uruguaya
Emi Abe camina todos los días con su perra Kumi. El nombre viene de ‘kuma’, que significa oso en japonés.
Luego de crecer en Uruguay, Abe tenía la expectativa de vivir en Japón algún día. Se licenció en Administración y luego ganó una beca para especializarse en el sistema de producción Toyotismo en la ciudad de Nagoya. “Llegué y fue un shock”: le gustaba sentirse segura, no ser diferente, que todo fuera “prolijo y suave”.
Durante sus tres años allí, Abe entabló amistad con personas mayores, de 60 años y más: “Me hacían acordar a la generación de mis padres y entonces había cierta cercanía”. Como su papá salió de Japón hace más de cinco décadas, los valores –y el idioma- que trasmitió a sus hijos fueron los que él conocía, los de su juventud. “Yo uso palabras que son re antiguas, allá se preguntarán de qué época soy”.
Esas amistades, aunque muy buenas, no fueron lo suficientemente profundas. “No es la misma conexión que logro con mis amigos en Uruguay, hay un tema cultural en la apertura de las personas en Japón”. Tal vez eso la hizo extrañar: “Todo el tiempo me quería volver”. Abe se define como alguien a quien le importan mucho sus afectos y la sensibilidad de las personas. Eso se nota hasta en la relación con su perra Kumi, a quien a veces le habla en japonés.
Abe recuerda una escena de la infancia. Estaba con su mamá y un grupo de hombres empezó a burlarse de ellas por su aspecto. “Me molestó, calculo que esas cosas te afectan y de alguna manera te queda el trauma”. Fue durante la adolescencia que ella tomó real conciencia de su diferencia. Nunca experimentó racismo ni discriminación en Uruguay, más allá de alguna que otra burla, y de sentirse observada.
“Nunca sentí que alguien no se me acercara por tener algún tipo de problema con los asiáticos. Y eso es algo que yo valoro mucho de la cultura uruguaya”. Con rabia, comenta la anécdota de uno de sus amigos japoneses en Perú, que tuvo que quedarse fuera de un restaurante. Un cartel adornaba la puerta: “Chinos no”.
Ella viajó para encontrar su lugar en el mundo, y sintió que Japón no lo era. “Cuando vas en onda paseo, o por corto tiempo, es un país alucinante. Pero después de tres años, ¡ya está de este lugar!”. De chica, Abe se preguntaba todo el tiempo “¿cómo soy?, ¿qué soy?”. Creció y eso dejó de ser importante. “Reconocí partes de mí más japonesas y otras más uruguayas; pero en definitiva es lo que soy, es mi historia”, reflexiona.
Takeru Haruta: la cabeza de la comunidad
Luego de realizar tareas de mantenimiento en la Asociación Japonesa en el Uruguay, Takeru Haruta se prepara para practicar kendo.
“De japonés, más que la cara y algunas costumbres, poca cosa”. Takeru Haruta se define a sí mismo casi como un uruguayo, pero sabe que la mayoría de los nissei tienen más dificultad para hacerlo que él: “Yo siempre conviví entre los japoneses, dentro de la colectividad, pero también me integré al barrio desde muy pequeño”. Su proceso de adaptación fue más natural.
Haruta nunca fue a Japón. “Me gustaría ir a conocer nomás, voy a ver si sale”, afirma. A pesar de que sus primos japoneses le dijeron que fuera, que tenía todo, él nunca vio una oportunidad firme. Tampoco parece estar muy interesado. Sus tres hermanas, en cambio, sí viajaron, gracias a unas becas: “Lo que pasa es que yo era más atorrante con el estudio”. En lugar de ir a la universidad, a los 18 años comenzó a trabajar en una embarcación atunera.
Haruta plantea que el comportamiento de sus papás fue un poco atípico con respecto al de otros japoneses: ellos se relacionaban más con los uruguayos. “Mi papá estaba acriollado: fútbol los fines de semana, truco entre semana y mate todos los días”. También se reunían con la colectividad, pero en ocasiones puntuales. Tal vez por eso sus mayores no se preocuparon tanto por trasmitir la cultura o las tradiciones niponas más allá de la comida y el idioma. “Creo que lo que más les importaba era que les hablara en japonés, pero yo igual les respondía en español para llevarles la contra”.
Hoy, la única tradición japonesa que él conserva son las artes marciales: está aprendiendo kendo. También mantiene el idioma, que habla con fluidez. Según Haruta no le que más remedio que mantenerlo por su trabajo de mayordomo en la Embajada de Japón.
Haruta se siente como un uruguayo más, pero al mismo tiempo es el principal encargado de perpetuar la tradición japonesa en el país. Hace cuatro años asumió la dirección de la Asociación Japonesa en el Uruguay. “Me mintieron. Dijeron que precisaban gente para la comisión y me nombraron presidente desde el primer día”. Siempre había tenido interés en intentar atraer a la comunidad de nissei, que él siente que “se está disgregando”.
Omiai, un casamiento oriental
Kiyoko Okuma, de 18 años, partió sola desde Gifu (Japón) con destino a Montevideo. El trayecto en barco duró cerca de tres meses y ella hizo algunos amigos a bordo. Su familia la enviaba para participar en un casamiento, el suyo. Yukisama Sumi, que había llegado a América Latina junto con su familia algunos años antes, la esperaba en Uruguay. En Japón, la tradición establece que el hijo mayor se encargue de su familia, por eso la esposa debe acudir al hogar de él. “Creo que nunca se comunicaron en ese tiempo, era muy caro”, explica la hija de ambos, Mie Sumi.
Okuma y Sumi no se conocían hasta entonces. El casamiento, hace más de medio siglo, se celebró en Uruguay. Entre ambos había mediado el omiai, un método tradicional japonés que surgió en el siglo XVI entre la clase samurai. Muchos lo traducen como “matrimonio concertado”, pero en realidad es una presentación formal con vistas a una boda.
Solo se habían visto a través de un álbum de fotos. Un intermediario –que por lo general conoce a ambas familias- se encarga del intercambio. “No es un catálogo que tiene a cincuenta bellezas para elegir y uno decide cuál le gusta”, explica Tatsue Hori, una nipona radicada en Uruguay desde hace más de tres décadas. Es un cuaderno con información de un solo candidato: tiene un currículum, un informe de la familia y algunos otros datos. Tras revisarlo, Okuma y Sumi accedieron a casarse.
Yukimasa Sumi y Kiyoko Okuma tuvieron cuatro hijos: entre ellos, Mie y Erika Sumi. El matrimonio nunca se integró entre los uruguayos, mantuvo sus vínculos dentro de la comunidad nipona y dedicó toda su vida a la quinta: flores, pollos, lechugas y frutillas. Por tradición japonesa, ella perdió el apellido: en la cédula es Sumi.
Hoy el omiai se mantiene como una opción válida para algunos japoneses, pero es mucho menos frecuente desde la Segunda Guerra Mundial, cuando el matrimonio por amor se convirtió en moneda corriente en Japón. “Los jóvenes se rebelan cada vez más y se animan a rechazar la propuesta si no les gusta. Ahora hay menos presión por parte de la familia”, comenta Mie Sumi.
Producción: Cecilia Arregui
Entrevistas: Cecilia Arregui y Sofía Moll