Marinero de Dios

Desde 2002, Simón, un pastor coreano de la Iglesia de los Hermanos, se encarga de evangelizar marineros en Uruguay. Asiáticos y uruguayos asisten a un culto donde se habla tanto en coreano como en español. ¿Qué es lo que une a este grupo de personas tan diferentes?

Todos los domingos uruguayos y coreanos asisten a un culto en la Iglesia de los Hermanos, una Iglesia evangelista coreana ubicada en Paso de la Arena y dirigida por el pastor Simón.

Texto: Lucas Rey

Simón habla de Dios un domingo sí y otro también. Doce años hablando y hablando. Eso suma cerca de 624 domingos: primero en la Ciudad Vieja y luego en un rincón de Paso de la Arena, en el oeste de Montevideo. Habla de Dios a marineros asiáticos que llegan al puerto de la ciudad y uruguayos que se han sumado a la comunidad de este pastor coreano.

Hoy también es domingo. Las canchas de fútbol vacías muestran que la liga amateur todavía no comenzó y la calma solo la rompen  los ladridos de los perros al ver algún vehículo pasar. Desde una casa en el Camino de los Orientales suena el ensayo de una batería y un órgano. En la entrada, unas miradas curiosas advierten la presencia de extraños, pero no por ello no son bienvenidos: al contrario. Unos metros antes de llegar a la casa, unos símbolos asiáticos decoran una pared azul.  La cruz blanca en el techo indica que se trata de una iglesia.

El pastor Simón es el encargado de romper la tranquilidad. Todos los fines de semana se marcha solo en su combi y vuelve acompañado. A veces con marineros del puerto y otras con niños de barrios carenciados. Esta vez vino con un grupo de filipinos que recogió de la Ciudad Vieja, a poco menos de veinte kilómetros de la iglesia. Más tarde los llevará de nuevo y así todos los sábados y domingos.

En realidad Simón es Lee Myung Kyu, un misionero coreano que llegó a Uruguay para evangelizar marineros.

-¿Por qué marineros?
-Los que trabajan en barcos están más vulnerables porque se separan de sus familias. Te sentís solo y no sabés si vas a morir hoy o mañana

Responde el pastor y traduce Verónica, que tiene nueve años y habla coreano y español. Ella en realidad se llama Jun Haree y es hija de una pareja de predicadores coreanos que vive en Argentina.

Verónica continúa: “No sabés si puede venir una tormenta. Necesitan a Dios, necesitan fe. Necesitan un misionero, un pastor que les enseñe eso”, traduce con una increíble madurez, como si ella lo pensase así. Y seguramente así sea, ya que, de a ratos, toma la palabra sin consultar al pastor Simón. Resulta asombroso escuchar a una niña hablar con tanta convicción sobre sus creencias.

La capilla está ubicada unos cien metros por un camino que desemboca en la calle. En el trayecto hacia la iglesia hay una chacra en la que Simón cultiva lechugas, ajíes, choclos y tomates. Más tarde condimentarán el  almuerzo. Un perro negro y grande ladra de forma amenazante a los desconocidos en la entrada. Por suerte para ellos, está atado. El ambiente en la capilla es familiar. Todos se conocen: saludos con besos y cálidas bienvenidas para los recién llegados. Algunos niños tocan instrumentos, practican canciones de iglesia  y una chica adolescente chequea una presentación PowerPoint en la computadora que se proyecta en un pantalla. Está todo listo.

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Simón llegó a Uruguay en 2002. Como marinero había conocido la costa uruguaya  treinta años antes, en 1972. Un tiempo después, recibió un “llamado de Dios” y decidió volver. Esta vez para evangelizar. El siguiente paso fue comprar un terreno en Paso de la Arena y construir su casa. Él afirma que siempre que lo necesitó, Dios lo apoyó: como con la construcción de su nuevo hogar. La Iglesia de los Hermanos, a la que pertenece el pastor, también aportó desde algunos países: Argentina, Chile, Estados Unidos y Corea del Sur -don de la iglesia tiene su sede-. Lo que donaron “no era mucho, pero era suficiente”. También aportaron los fieles, aunque a diferencia del catolicismo no se acostumbra pedir limosna. De todas formas, en la entrada de la capilla hay un buzón en el que se puede aportar.

Instalado en Uruguay, el pastor comenzó con su misión. En la Ciudad Vieja, en la calle Bartolomé Mitre, alquiló un local y montó su iglesia. Los $20.000 que debía pagar todos los meses dificultaban la tarea. En diciembre de 2013 entregó las llaves del local. Era la única solución. Pero se anticipó y, junto con algunos feligreses, había comenzado a armar la iglesia el terreno de su vivienda. Se inauguró en enero de 2014.

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Su Yong, una chica de padre coreano y madre uruguaya, comienza a tocar el órgano. Los presentes se ponen en pie y cantan mientras sostienen en sus manos la Biblia, en coreano o en español. El director de orquesta es el pastor Simón. A alguien que va por primera vez puede parecerle extraño: aunque las traducciones al español de las letras de las canciones están a la vista en la pantalla, coreanos y uruguayos cantan en coreano. La mayoría no necesita siquiera leer la letra, algunos hasta tienen los ojos cerrados.  Deja de sonar la música y el pastor Simón lee un fragmento de la Biblia. Con un marcado acento asiático y muchos errores al conjugar los verbos, invita a rezar.

En esos momentos en los que el pastor convoca a orar, se escucha una voz femenina. Está en otro cuarto, que funciona como comedor, y habla en inglés. Aunque no se entiende claramente qué está diciendo, sus palabras suenan enérgicas.

Ella es Juliana y dirige el culto con los filipinos, que la escuchan atentamente. Los filipinos son marineros y no entienden ni un poco de español, tienen alrededor de 20 años. Juliana cuenta alguna anécdota durante el culto y los visitantes se ríen y bromean entre ellos. Juliana Titarsole, al igual que Verónica y Simón, es misionera. Proviene de Indonesia, un país donde el 95% de la población es musulmana. De la misma manera que Simón, Juliana explica que sintió la llamada de Dios que la empujaba a ir a otro sitio a misionar. En sus sueños, dice, ese lugar era Uruguay.

Llegó a Montevideo con el cometido de evangelizar marineros. Los primeros meses se encargó de predicar entre los indonesios que desembarcaban en la ciudad, luego continuó con aquellos con los  que se podía comunicar en inglés. La misionera quería ampliar su cuota de mercado y con una computadora aprendió español: “Pasaba todas las noches sin dormir, estudiando”.

A Juliana se le hizo difícil acostumbrarse al frío en invierno y al sol en verano y la nariz le sangraba constantemente. Cuatro años después de su llegada, agradece a Dios haber superado lo que considera una “prueba”. Cree que ahora está lista para volver a Indonesia.

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Simón invita a algunos fieles a leer pasajes de la Biblia y, entre canto y canto, menciona a los “nuevos” asistentes. Juliana termina la ceremonia. Ella y los filipinos se dirigen hacia la capilla principal y llenan casi todos los asientos vacíos. Aunque los filipinos difícilmente entienden lo que el pastor dice, sus caras no lo demuestran. Simón les da la bienvenida e invita a Juliana a pasar adelante.

Ella, que regresará a Indonesia en dos semanas, se toma un momento para hablar. Agradece a Dios y a todos aquellos que conoció en estos cuatro años. Recuerda los momentos difíciles. No puede contener las lágrimas. Llora. Su esposo, que carga al hijo de ambos en sus brazos, la abraza y Juliana retoma la tranquilidad. Toma la guitarra y, junto con Su Yong en el órgano, canta una canción.

Finaliza la ceremonia y todos los participantes se toman una fotografía. Luego de un breve –brevísimo- intercambio de palabras entre los filipinos y algunos uruguayos y coreanos, todos se trasladan al comedor donde un domingo más se compartirá un almuerzo. Los filipinos aprovechan el trayecto para sacarse algunas fotos con los uruguayos.

De a uno forman una fila para que Simón y unas ayudantes sirvan las porciones en las bandejas de metal: arroz, sopa, algunos vegetales y pescado. Típico almuerzo coreano: todo pica, tal vez demasiado para el paladar uruguayo. Es difícil terminar siquiera la ensalada que tiene hojas de pimiento. El pescado es picante y tiene un aroma fuerte que se aliviana mezclado con el arroz blanco.  A Sandro Pereira, que hoy llegó unos minutos tarde al culto y se sentó en una de las últimas filas para atender a las palabras de Simón, parece gustarle la comida. Confiesa que después de un tiempo aprendió a disfrutar la comida coreana, y que incluso suele cocinarla en su hogar.

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Pereira es uruguayo, tiene 40 años y hace cinco que viene a al culto que celebra Simón, a quien llama líder. Viste un buzo gris oscuro y  una camisa blanca. Sandro cree que los uruguayos que vienen a esta iglesia se sienten cómodos a pesar del idioma porque lo que predomina es “la necesidad espiritual de acercarse a Dios”.

-La persona va al culto a tener la comunión con Dios, más allá de la palabra, de la iglesia y el idioma que se hable -explica Sandro.
-¿Hay algún interés en difundir la cultura coreana?
-No, el único interés (de Simón) como pastor, líder y guía es ser intermediario de Dios y enseñar la palabra. No hay un interés de expandir la cultura.

Sandro será pastor en breve. Hace casi dos años que cursa el seminario y dice ya sentirse preparado. A partir del próximo año, se encargará de celebrar el culto y, aunque no se cerrarán la puerta a los asiáticos, espera que entre sus feligreses predominen los uruguayos. La iglesia se instaló como “una misión marítima” –para los marineros-, pero cambió su visión y ahora no hace distinciones.

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Todos ayudan a lavar las bandejas y los cubiertos, terminó el almuerzo.  Unos minutos después se escuchan nuevamente algunos instrumentos: son los niños y jóvenes que reanudan el ensayo. El resto sale a jugar afuera.

Gladys Mansilla dice que la iglesia “cambió su vida” y la ayudó a superar momentos difíciles, como la violencia doméstica que sufría por parte del padre de sus hijos. Sus hijos entran y salen del salón. Es imposible no reconocer a los varones, llevan el mismo peinado hacia el costado. Gladys se unió a la iglesia hace cinco años cuando pasaron por su casa en la Ciudad Vieja a dejar unos volantes. Le pareció buena idea que sus hijos asistiesen a las actividades para jóvenes: talleres de enseñanza de coreano y de Biblia, entre otros. Ella iba para ver qué les enseñaban, pero se terminó quedándose y participando. Cree que los coreanos tienen “una parte espiritual que no tienen los uruguayos”.

Simón vuelve después de dejar a los filipinos en la Ciudad Vieja. La iglesia está más tranquila y permite charlar. ¿Tiene su congregación algún interés en expandir la cultura coreana? La solución es menos complicada de lo que parece. Todo, según el pastor traducido, se reduce a los números.

-A los chiquitos se les quiere enseñar un idioma más -explica Verónica mientras Simón le habla en coreano-. Ellos viven en lugares con poca luz y poca comida, por eso él les enseña coreano: para que tengan un trabajo mejor y puedan vivir mejor .

En una charla con Simón casi toda la conversación se centra en Dios. Además, hoy es domingo. También habla de sus planes en el futuro.

-Él va a estar acá hasta que muera. Le hizo esa promesa a Dios. Cuando él muera, Débora [su esposa] va a ir a Corea. Si Débora muere primero, él se va a quedar acá hasta morir- traduce Verónica.

Producción: Lucía Ferreira, Lucas Rey
Entrevistas: Cecilia Arregui, Lucía Ferreira, Sofía Moll, Lucas Rey

 
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